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CARTAS A NINGUNA PARTE
Este blog es el murmullo que antecede al grito.
Cartas hacia ninguna parte, escritas con la mano temblorosa de quien sabe que
no hay nadie leyendo, pero escribe igual, como quien deja migas en un bosque
donde no existen pájaros.
Escribo estas notas como quien se arranca pensamientos que
ya no caben en el pecho.
No para decir algo.
Sino para no ahogarme en el silencio.
Con el tiempo, quizás aprenda a aullar.
Y entonces dejaré de escribir.
Como el lobo solitario que, en mitad de la estepa, no pide compañía: solo se
asegura de que el vacío responda.
Si tienes algo que decir, deja tu comentario aquí.
No temo a las palabras, ni siquiera a las más hirientes.
Las publicaré todas, como un cartero jubilado que cuelga en la plaza del pueblo
las cartas que otros enviaron a su amante secreta.
COBARDES CON PEDIGRÍ
14 junio 2025
Hay un tipo de cobardía que no se arrastra ni tiembla, sino que se pavonea con trajes bien planchados y frases ensayadas de prudencia. No grita, no discute, no toma postura. Escucha con cara de estatua sabia, y calla con una dignidad que parece virtud. Es la cobardía que se viste de elegancia, que se escuda en la mesura para no arriesgar el pellejo, que transforma la falta de coraje en estética. No incomoda a nadie… porque no se atreve a ser nadie.
Este personaje —tan común como invisible— ha hecho del silencio un arte oportunista. Sabe que opinar puede ensuciar, y que ensuciarse es de plebeyos. En el trabajo no dice nada, en la política se abstiene, en lo moral se escurre. Su especialidad es la contención: no por ética, sino por cálculo. No es prudente: es cobarde con pedigrí.
Pero, ¡ah!, llega la noche, el bar, la mesa chic con tapita de patatas frías y el elegante se transforma. Se suelta la lengua, se infla el pecho y sale el verdadero animal político, el comentarista sin responsabilidad, el héroe embotellado. Opina de todo con vehemencia: del director artístico, de la directora técnica, del jefe, del gobierno, del vecino, del colega. Escupe verdades que jamás tendría el valor de pronunciar donde importan. Porque en ese espacio íntimo, seguro, sin testigos incómodos, se siente revolucionario sin consecuencias. Es un gladiador de sobremesa, un Robespierre manchado de salsa alioli.
Lo peor no es la cobardía, sino su sofisticación. Esta especie no huye: se adapta. No combate: se esconde tras la cortina del juicio interno. Y cuando habla, lo hace con una erudición hiriente, con esa precisión venenosa que sólo florece donde no hay riesgo. Es, en esencia, un francotirador moral desde la trinchera de la comodidad. Es brillante, pero inútil. Una voz que podría incomodar al poder, pero prefiere rebotar en las paredes del bar, o entre las bambalinas, donde no hace daño. Donde todos asienten. Donde nadie escucha con intención de responder, sólo de brindar por la impotencia compartida.
¿Es esto estrategia? ¿Adaptación darwiniana a los nuevos tiempos? Tal vez. Pero sigue siendo cobardía. Porque quien sólo es valiente donde no hay consecuencias, no es valiente: es decorativo. Y esa decoración es la que permite que todo siga igual. Es la grasa en los engranajes del cinismo.
Así que no, no es una figura trágica. Es funcional. Es útil al sistema que dice despreciar. Mientras calla en público y ruge en privado, sostiene con su inacción lo que critica con su ingenio. Y ahí radica la verdadera obscenidad: no en su silencio, sino en su comodidad. No en su miedo, sino en su estética del miedo.
Y lo más inquietante: este perfil no es raro. Es mayoría. Es espejo. Es parte de todos. Por eso incomoda tanto. Porque en el fondo, todos tenemos un poco de ese cobarde. Y nos gusta. Porque es seguro. Porque es —maldita sea— elegante y se parece más a nosotros mismos de lo que quisiéramos admitir.
Ahora bien, que les pillen confesados cuando se levantaran los cobardes.
Si tienes algo que decir, deja tu comentario aquí.No temo a las palabras, ni siquiera a las más hirientes.
Las publicaré todas, como un cartero jubilado que cuelga en la plaza del pueblo las cartas que otros enviaron a su amante secreta.
ZALAMERÍA, LA PLAGA
4 de junio 2025
Hay un tipo de amabilidad que es virtud: la cortesía.
Y hay otro, no menos frecuente, que lo percibo como una plaga: la amabilidad compulsiva, zalamera, insufrible. En tiempos donde la ofensa se ha convertido en delito metafísico y la franqueza, en herejía social, el exceso de consideración por el sentir ajeno ha generado una nueva forma de tiranía: la de la buena educación convertida en una especie de obsesión moral.Conviene distinguir —y aquí reside el meollo— entre el «grosero», el «educado» y el «empalagoso». El primero ofende por sistema: busca herir.El segundo, sin embargo, puede ofender precisamente por su lealtad a la verdad, por su negativa a disfrazar el juicio con afeites verbales. Y aunque puede llegar a herir, lo hace como el cirujano que corta para sanar. El tercero, sin embargo, es más peligroso aún: no sabe callar, no sabe ausentarse, no sabe ser invisible. Su presencia se vuelve omnipresencia. Cree que amar es estar, tocar, preguntar, sonreír como tic. Cree que agradar es insistir.Pongamos un ejemplo tan vulgar como el pan de cada día: el «camarero plasta». Ese que se aproxima a la mesa como un dron de amabilidad mal calibrada. Te quita la mota imaginaria del hombro con una familiaridad ofensiva, te rellena el vaso medio lleno (porque en su mundo el vacío siempre acecha), te interroga con la sonrisa permanente de un actor de teletienda sobre el estado de la comida, como si comer en silencio no fuera el más elocuente de los elogios. No hay descanso, no hay tregua. Su amabilidad es una forma de agresión pasiva. Cree ser educado, y sin embargo, viola el espacio íntimo con una energía tan simpática como violenta.El hombre educado, ese espécimen ya en vías de extinción, sabe que la franqueza es una forma refinada de respeto. Sabe decir «no», sabe callar, sabe no preguntar. Sabe que el otro no necesita ser protegido como porcelana china, sino reconocido como igual: alguien que puede —y debe— soportar la verdad.El drama contemporáneo no es la ofensa, sino la piel social que se ha vuelto tan fina como papel de arroz. Se exige a los interlocutores que se conviertan en equilibristas verbales, que no hieran, que no rocen, que no se atrevan. Se condena al que dice lo que piensa —aunque lo diga con elegancia—, y se premia al que adula, al que suaviza, al que sobreactúa la buena intención.Así, hemos sustituido el valor de la «sinceridad bien hablada» por la dictadura del agrado. No importa si es falso, si es tedioso, si es estéril: importa que no moleste. Como si el ideal de convivencia fuera el de una sala de espera insonorizada, sin verdades, sin choques, sin almas.En resumen: los groseros carecen de freno, los educados carecen de máscara, y los plastas... carecen de medida. Si la franqueza ofende, bendita sea la ofensa. Y si la amabilidad deviene acoso, que arda en el infierno de los buenos modales mal entendidos.—¡Hola! ¿Todo bien? ¿Sí? ¿Seguro? ¿No quieres un poquito más de agua? ¿Un cafecito? ¿Una infusión digestiva? ¡Tenemos rooibos con canela, jengibre, y un toque de buena onda! —No, gracias. Todavía me queda café. Y lo quiero frío, y solo. Como la verdad.
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No temo a las palabras, ni siquiera a las más hirientes.
Las publicaré todas, como un cartero jubilado que cuelga en la plaza del pueblo las cartas que otros enviaron a su amante secreta.